jueves, septiembre 28, 2006

Carta II

Entre tanto las mañanas se ponían grises como las tardes, una lluvia sincera y discreta lavaba las calles, arrastraba consigo la hojarasca que vientos mañaneros plantaba como alfombra sobre los carros y el asfalto. A lo lejos un perro ladra, nada particularmente literario, solo ladrar de perro mientras pasa el día, luego viene el silencio, que tendríamos que encomillar porque la ciudad nunca se calla. El recuerdo alegre de tus ojos me atraviesa de rodilla a cinturón y por fin comprendo que es una vigilia fresca, un duerme vela amable y generoso. Ese recorrido por las vísceras que en momentos de ridícula dulzoneria llamamos felicidad, pero que cuando le permitimos a la pelvis un descanso y agenciamos al corazón a que trabaje, nominamos, por la pobreza de la lengua no del sentimiento, amor.

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